miércoles, 21 de agosto de 2013

Lluvia



En los días de lluvia somos como gusanos. Ciudadosos de no movernos demasiado, de no salir de las sábanas-capullo. Algo tiene la lluvia que demanda inmovilidad, resguardo, contemplación. La gente suele decir: Me gustan los días lluviosos, pero desde mi ventana. Lástima que la lluvia no elija caer siempre los domingos, sino un día entre semana, en que millones de personas terminarán encalladas en Viaducto.

Dice Borges:
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Para mí, que vivo en un bosque, la temporada de lluvias, es siempre algo que sucede en el pasado. El agua es una entidad que mantiene su presencia aunque la veamos caer o no. Pero sabemos que ha estado aquí, aunque silenciosa, a través de las multiples señales que nos deja. La humedad, por ejemplo, es lluvia vaporizada que se mezcla en el aire y que se impregna a los sillones de la casa, el perfume distintivo del agua que lleva demasiado tiempo ocurriendo. O los árboles, que amanecen plateados, con sus miles de gotitas de agua colgando de las ramas como si fueran plátanos maduros a punto de caer.

En mi caso, no tengo objeción alguna en que la temporada de lluvias me convierta en musgo, corteza sombría en la cornisa de la ventana; un capullo verde que cuelga llorando hacia adentro, como decía Lorca:
Mi alma tiene tristeza de la lluvia serena,
Tristeza resignada de cosa irrealizable.


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lunes, 19 de agosto de 2013

Japón



Fotografías que uno no vivió pero que dan la sensación de haber estado ahí, como fantasma.

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Hubo una historia de tres personajes que viajaron a Japón y comieron sushi con palillos.

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El matrimonio de la derecha solía vestirse muy bien, sobre todo al abordar un avión. Antes del vuelo se tomaban una foto: una ceremonia solemne, un ritual. En las fotografías sus rostros están orgullosos de volar.

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La segunda mujer, la de la izquierda, la que está a la mitad, era la primera vez que cruzaba hasta Asia. También solía volar, pero desde la galería de su casa en el campo. Ella es la que dirigía la siembra, y tenía un esposo que no viajaba. Ella era escritora.

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La mujer de la izquierda ha escrito un libro sobre la lluvia. Un prontuario sobre las mutaciones de la lluvia, mes con mes, sobre la ciudad.

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Un camino, el de la mujer de la izquierda. Un camino de árboles que se cerraban formando un largo corredor vegetal hasta su casa. Al abrir la reja, se rompían cadenas, así decía ella, y yo también, al abrirlas, lo sentía. La última vez que fui a visitarla ella ya no estaba. Entré corriendo sola por el camino de árboles, y pude ver sus objetos deshabitados a través de la ventana. Un caballo blanco y salvaje atravesó la galería. Era ella.

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Otro camino, el del hombre de la derecha, es un camino de nieve y fuego. Un caballete junto a la ventana, una boca entreabierta siguiendo el trazo de un pincel con óleo. La última vez que lo vi fue el día de su cumpleaños, pero curiosamente ese día murió, así que lo vi sin vida cuando ya no cumpliría un año más. Me senté junto a su cuerpo que se encontraba en la cama y lo ayudé a atravesar la muerte. Su alma todavía nos caminaba.

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Dos caminos: el de la derecha y el de la izquierda desembocan en la mujer de en medio que los unía. La de en medio los sobrevive. La de en medio es una tortuga que sale del mar y me cuenta historias que antes escondía en su caparazón. La sopa de fideo me recuerda a la de en medio, y aunque a ella no le parezca poético decirlo, a mí sí.

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Japón, una fotografía y tres caminos que me devuelven a casa.


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lunes, 12 de agosto de 2013

Perros


El día anterior había leído el cuento de Joyce Carol Oates, “Mastiff”. Entre las pocas opciones de cuentos libres que tenía para leer en el New Yorker, me llamó la atención ése, por el Mastín gigantesco que eligieron para ilustrar el cuento.

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Cuando tenía seis años, un Mastín gris mordió a mi hermana. Ella no lo provocó, simplemente abrazó a su amiga, la de la casa, y el perro sintió de súbito un ataque de celos, y se fue contra ella, mi hermana. La mordida le atravesó del paladar a las cejas. Tuvieron que coserla en el hospital. Entonces descubrí que la piel podía coserse, tanto o más que las cobijas que tejía mi abuelita.

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El cuento me dejó triste, por el ataque del perro en la montaña, y por los dos conocidos casi extraños que intentan gustarse a pesar de que no lo están logrando; la soledad desesperada de encontrar en el otro una mueca que abra un camino hacia algo que alguno pueda reconocer, pero que casi no está ahí, o por momentos aparece como una nube que en segundos muta en nada. Hasta el ataque del Mastín.

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Al día siguiente encontré en el periódico en la sección “Ciudad”, que un Boxer había matado a un niño de año y medio en Tláhuac. Coincidencias. Sentí miedo, como si las letras me estuvieran hablando, como si la nota estuviera ahí para que yo descubriera un mensaje en clave. La madre iba paseando con su hijo pequeño, al cuál llevaba atado a una correa (sí, el niño atado a una correa para que no se le fuera a perder). Ironías. Y por alguna razón, el perro alcanzó a sacar su cabeza por la reja y arrastró al niño hacia el interior. Los detalles los omito. Lo importante es que el niño murió, y el personaje del cuento, no. La realidad supera a la ficción.

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Yo también tengo una perra, no es Mastín, ni Boxer, ella es mezcla, es de la calle, y eso me gusta, de algún modo me hace sentir menos responsable. Al principio no la quería, por grande, estaba acostumbrada a los Cocker spaniel o a la Maltés viejita, ahora sorda y ciega que habita en casa de mis padres, un amor. No estaba acostumbrada a perros grandes, como la mía, que es blanca y tiene un antifaz negro. Una loba a la cuál adoptamos porque un amigo la encontró llorando afuera de la escuela de sus hijos. Cuando me vio, ladró. Y yo me paralicé de miedo. Pensé que no podríamos cohabitar la misma casa.

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Un día mi perra que es mezcla se perdió. Había salido a tomar unas fotografías, y a pesar de que la tenía sin correa, a pesar de que es de la calle y reclama siempre su libertad, la dejé salir. Caminó más rápido, hasta que no pude seguirle el paso y la perdí. Por más que la buscamos, apareció después de un par de horas, traída por unas niñas que la habían encontrado. Me sentí culpable.

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 Desde entonces la veo como un ser humano. Sus actitudes son más coherentes que las mías, si se enoja puede no voltearme a ver en todo el día, hasta que se le pasa el berrinche y comienza a mover la cola. Su rebeldía es grande, no sé de donde la saca. Desde ese día creo que nos reconocimos, sus ojos no son los de un perro, son los de una mujer árabe que se delinea los párpados. Nos entendemos, nos queremos, y habitamos en paz el mismo espacio.

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Fobia. No he perdido el miedo a los perros. Mi psicoanalista dice que puede ser mi agresividad proyectada en el afuera. Puede ser. Pero también hay perros que atacan a los humanos por instinto.

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Al final, perros y seres humanos somos muy parecidos.


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jueves, 8 de agosto de 2013

Butoh



El butoh es la danza de las sombras.
No la mía, la de mi sombra.
Doris Dörie, Las flores del cerezo.

Danza Butoh. Los cuerpos de postguerra. Retazos de carne desplazándose por las calles de Hiroshima.
Hiroshima.

El cuerpo envuelto en ceniza, moviéndose con la precisión de un reloj a través del espacio. Baile en la sombra de la sombra.
Oscuridad del principio.

Camino de mar, de un cuerpo que comprende el lecho marino, su cadencia, su profundidad. Primeros movimientos en el vientre, flotando, polvo de polilla.
El universo entero en las alas de una polilla.

La misma fuente arrancando el movimiento a los seres salpicados de polvo, partículas suspendidas en la tierra, un salto hacia el vacío, un nado en la nada. Gesticulaciones, muecas, dolor y búsqueda.

Transiciones; Tobari
Tiempo con nombre propio. La mutación de oscuridad en luz. Belleza sutil, agonizante y precisa. Recatada. Silenciosa.


Un cuerpo nuevo.

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