jueves, 10 de octubre de 2013

Para una liebre


Hay días que son como matrushkas. Un desencuentro dentro de otro. Desdoblamientos de identidades con personas que remiten a algo lejano, en un espacio que por fuerza de coincidir, ha creado un campo magnético que nos reúne, dos segundos demasiado tarde. En estos días, las manos no coinciden a la misma hora sobre la misma mesa para tomar el café. Cuando el último haya llegado, el café del primero descansará frío sobre la taza, y quizás el pino haya transportado pequeñas hojas secas hasta lo negro de la bebida, y la persona, embebida en esperar, ni siquiera se percatará que hay pedazos de árbol en su taza. Estos días se miden por los pasos que se tienen que correr para llegar a los encuentros, a veces temprano, a veces tarde, a veces mojados por la lluvia. Ayer fue uno de esos días como matrushka de acontecimientos sucesivos, donde el último eslabón del engranaje fue una liebre.

            A la media noche, enfrentados a un Periférico cerrado, tuve que bajar la velocidad del auto con una resistencia iracunda. Tránsito por donde se mirara y una avenida ancha y solitaria mirándonos con desdén como diciendo “No van a pasar aunque lloren”. Un Periférico cerrado por tres boyas naranjas, flotando en el medio del pavimento, y un joven con casco, ataviado también en naranja, moviendo su manita para desviarnos al infierno de coches de una avenida alterna. Para salvarnos, huimos hacia la carretera y entramos por otra parte de la ciudad, con los ojos agotados, con la bilis derramándose por el asiento. Hasta que el faro del coche hizo de reflector cálido a una liebre.

            Dos segundos demasiado tarde, para que en ese momento dos liebres perdidas, decidieran cruzar la calle en la oscuridad, sin saber que mi auto pasaría encandilándolas con las luces y la velocidad. El faro delantero iluminó a la que se quedó acomodada más cerca de la llanta. Le vi los ojos. Pude ver su mirada detenida en el espanto, sus orejas agachadas, su pelambre gris. Tuve que dar un giro corto pero pronunciado que me costó un tirón en el manguito rotador. Me fijé por el espejo retrovisor y sólo vi la calle oscura, pero F. me aseguró que no arrollé a ninguna de las dos.

            Qué hace una liebre en medio de la calle, pregunté igualmente encandilada.
            Qué hace una ciudad aquí, respondió F.

Levanté la vista y delante de mí se alzaron las luces de una pantalla de leds gigante del nuevo centro comercial y decenas de edificios de arquitectura fea y monumental que recientemente invadieron lo que cuando yo era niña se llamaban montañas. Esos parajes solitarios en los que mi papá me enseñó a manejar. Esas calles sin bardas en las que sacábamos a nuestra labrador a pasear. Esos cerros por los que pasaba un río. Esos pastos silvestres en los que habitaban liebres. Y lloré. Por la liebre desorbitada y perdida. Y un poco por mí, que en ese momento, también me sentí expulsada del mundo. 

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lunes, 2 de septiembre de 2013

Lo que no es ficción

El día del pan, Sergei Dvortsevoy

Observar la vida detrás de una lente, no intervenir. Mirarla transcurrir a través de un espacio que adquiere significación a través del tiempo, cuadro por cuadro: la construcción de una historia manipulada en el ojo del realizador.

El sujeto, allá, el retratado, carga el peso de la realidad en la mesa de la cocina, en el jitomate que corta, en la lata que no puede abrir con sus manos ajadas. A la mujer no se le olvidará su vida por más que la película se borre.

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Dice Tarkovski: “El hombre está dotado de una memoria que siembra en él la insatisfacción. La memoria nos hace vulnerables y nos deja expuestos al dolor.”

En ella la memoria es una cinta que se repite una y otra vez hasta en el sueño. Nosotros somos la cámara que graba las imágenes que la torturan.

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La mujer, cuando habla, lo hace desde el pasado. Sus acciones son presentes, sus manos moldean la masa de maíz, pero de su boca el material que sale es el recuerdo.

“En un sentido, el pasado es más real, por lo menos más estable, más resistente que el presente. El presente adquiere únicamente peso material a través del recuerdo.”

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El documental se vuelve una cuestión moral, hasta qué punto el realizador debe mantenerse al margen de sus personajes, dejar que el pasado camine por el cuadro sin intervenir. Por esta misma razón Sergei Dvortsevoy dio un paso hacia la ficción:

“Yo amo la realidad, pero para mí es muy doloroso hacer documentales”.

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Quizás la respuesta está en la función del arte de Tarkovski, lograr el vínculo entre la obra y el espectador, y que éste experimente un golpe purificador y sublime, ese momento en el que nos reconocemos y nos descubrimos: la mujer, su familia, la comunidad, nosotros, ellos:


“¿Y qué son los momentos de iluminación sino la verdad percibida momentáneamente?”


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miércoles, 21 de agosto de 2013

Lluvia



En los días de lluvia somos como gusanos. Ciudadosos de no movernos demasiado, de no salir de las sábanas-capullo. Algo tiene la lluvia que demanda inmovilidad, resguardo, contemplación. La gente suele decir: Me gustan los días lluviosos, pero desde mi ventana. Lástima que la lluvia no elija caer siempre los domingos, sino un día entre semana, en que millones de personas terminarán encalladas en Viaducto.

Dice Borges:
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Para mí, que vivo en un bosque, la temporada de lluvias, es siempre algo que sucede en el pasado. El agua es una entidad que mantiene su presencia aunque la veamos caer o no. Pero sabemos que ha estado aquí, aunque silenciosa, a través de las multiples señales que nos deja. La humedad, por ejemplo, es lluvia vaporizada que se mezcla en el aire y que se impregna a los sillones de la casa, el perfume distintivo del agua que lleva demasiado tiempo ocurriendo. O los árboles, que amanecen plateados, con sus miles de gotitas de agua colgando de las ramas como si fueran plátanos maduros a punto de caer.

En mi caso, no tengo objeción alguna en que la temporada de lluvias me convierta en musgo, corteza sombría en la cornisa de la ventana; un capullo verde que cuelga llorando hacia adentro, como decía Lorca:
Mi alma tiene tristeza de la lluvia serena,
Tristeza resignada de cosa irrealizable.


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lunes, 19 de agosto de 2013

Japón



Fotografías que uno no vivió pero que dan la sensación de haber estado ahí, como fantasma.

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Hubo una historia de tres personajes que viajaron a Japón y comieron sushi con palillos.

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El matrimonio de la derecha solía vestirse muy bien, sobre todo al abordar un avión. Antes del vuelo se tomaban una foto: una ceremonia solemne, un ritual. En las fotografías sus rostros están orgullosos de volar.

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La segunda mujer, la de la izquierda, la que está a la mitad, era la primera vez que cruzaba hasta Asia. También solía volar, pero desde la galería de su casa en el campo. Ella es la que dirigía la siembra, y tenía un esposo que no viajaba. Ella era escritora.

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La mujer de la izquierda ha escrito un libro sobre la lluvia. Un prontuario sobre las mutaciones de la lluvia, mes con mes, sobre la ciudad.

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Un camino, el de la mujer de la izquierda. Un camino de árboles que se cerraban formando un largo corredor vegetal hasta su casa. Al abrir la reja, se rompían cadenas, así decía ella, y yo también, al abrirlas, lo sentía. La última vez que fui a visitarla ella ya no estaba. Entré corriendo sola por el camino de árboles, y pude ver sus objetos deshabitados a través de la ventana. Un caballo blanco y salvaje atravesó la galería. Era ella.

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Otro camino, el del hombre de la derecha, es un camino de nieve y fuego. Un caballete junto a la ventana, una boca entreabierta siguiendo el trazo de un pincel con óleo. La última vez que lo vi fue el día de su cumpleaños, pero curiosamente ese día murió, así que lo vi sin vida cuando ya no cumpliría un año más. Me senté junto a su cuerpo que se encontraba en la cama y lo ayudé a atravesar la muerte. Su alma todavía nos caminaba.

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Dos caminos: el de la derecha y el de la izquierda desembocan en la mujer de en medio que los unía. La de en medio los sobrevive. La de en medio es una tortuga que sale del mar y me cuenta historias que antes escondía en su caparazón. La sopa de fideo me recuerda a la de en medio, y aunque a ella no le parezca poético decirlo, a mí sí.

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Japón, una fotografía y tres caminos que me devuelven a casa.


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