sábado, 19 de febrero de 2011

"Hijo de hombre", Roa Bastos

Viejo vicio, este de la escritura. Círculo vicioso que se vuelve virtuoso cuando se cierra hacia afuera. Una manera de huir del no-lugar hacia el espacio estable de los signos; una manera de buscar el lugar que se llevó nuestro lugar a otro lugar. ¿Y no es éste acaso el verdadero sentido de lo utópico? La utopía del Hijo Pródigo regresando al hogar que ya no existe; la de los desterrados, exiliados y confinados que ansían volver al sitio de donde fueron arrancados y saben que aunque retornen a ese lugar ya no será jamás el suyo. El hombre mismo es, pues, la utopía perfecta. Para escapar de ella se hacen viajes, está uno siempre yéndose hacia cualquier parte, huyendo hacia atrás o hacia adelante, cada vez más lejos.




Exiliado por orden del dictador Stroessner, Augusto Roa Bastos camina hacia el puesto fronterizo de Clorinda el 1 de mayo de 1982

domingo, 6 de febrero de 2011

Tres momentos sobre la cuerda floja





I.
La vida contigo es una vida en tensión, una vida de funámbulo.


II.
La joven era funámbula y su vida seguía una sola línea. Recta.


III.
En la nieve, todo hombre puede creerse funámbulo.
En realidad, lo más difícil es convertirse en funámbulo de la palabra.



(Los fragmentos II y III son tomados del libro blanco de Maxence Fermine, llamado Nieve, el fragmento I es de un discurso de Pierrot y, por tanto, la inspiración a este pasaje).

miércoles, 2 de febrero de 2011

Lecciones de piano


La lección de piano, Henri Matisse

Detrás de la puerta, sus dedos se mueven sobre las pequeñas teclas blancas como gotas de arena cayendo una a una sobre el teclado. Sus dedos se mezclan con una armonía que me recuerda a la infancia de mi padre, con su cine de provincia y la lata de sardinas de los sábados o días festivos. Mis manos tocan la madera de la puerta que me separa de ella, la imagino goteando su soledad sobre esas notas sin tiempo, mientras espera que los niños vuelvan de la escuela, corriendo por delante de ese esposo que quizás dejó de darle flores los domingos. Pego mi oreja a la puerta y me llegan hilos entramados de una historia de olvidos y partidas, que en sus silencios intermedios permanecen y alargan el transcurrir de un momento que se ha escapado de las manos, hace mucho tiempo, como el estambre que se deja caer para volver al principio de la partitura, para no perderse entre las notas negras que repiquetean tan veloz que uno cree que al verlas, ya han desaparecido, y, así, sus dedos corren detrás de los sonidos como buscando asir aquello que perdió un día que se le fue, tan frágil como el cambio de una estación a otra, una hoja sostenida en el aire, deshaciéndose, evaporándose de la música que la contenía en sus tonos graves. Ese tono de olor cálido de mar, que me recuerda a la infancia, como un sabor salado que no viví, o que toqué a través de los ojos de mi padre: la caza de iguanas, la soledad de los libros, la historia de cuando dejó de ser niño y esa otra en la que no dejó de serlo nunca. Cuánto de él hay armonizado en mí, en acordes mayores que se entumen para volverse un susurro que se asusta de encontrarse en el mismo sitio. Esa música de vibraciones disonantes de tambor, de voz guardada en el fondo del mar, como los cantos de un barco que naufraga o como las notas de una historia que a través de una madera húmeda me volvieron viento, cuerdas y, después, silencio.