En los días de lluvia somos como gusanos. Ciudadosos de no
movernos demasiado, de no salir de las sábanas-capullo. Algo tiene la lluvia
que demanda inmovilidad, resguardo, contemplación. La gente suele decir: Me
gustan los días lluviosos, pero desde mi ventana. Lástima que la lluvia no elija
caer siempre los domingos, sino un día entre semana, en que millones de
personas terminarán encalladas en Viaducto.
Dice Borges:
Bruscamente la tarde
se ha aclarado
Porque ya cae la
lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La
lluvia es una cosa
Que sin duda sucede
en el pasado.
Para mí, que vivo en un bosque, la temporada
de lluvias, es siempre algo que sucede en el pasado. El agua es una entidad que
mantiene su presencia aunque la veamos caer o no. Pero sabemos que ha estado
aquí, aunque silenciosa, a través de las multiples señales que nos deja. La
humedad, por ejemplo, es lluvia vaporizada que se mezcla en el aire y que se
impregna a los sillones de la casa, el perfume distintivo del agua que lleva demasiado
tiempo ocurriendo. O los árboles, que amanecen plateados, con sus miles de
gotitas de agua colgando de las ramas como si fueran plátanos maduros a punto
de caer.
En mi caso, no tengo objeción
alguna en que la temporada de lluvias me convierta en musgo, corteza sombría en
la cornisa de la ventana; un capullo verde que cuelga llorando hacia adentro,
como decía Lorca:
Mi alma tiene tristeza de la lluvia
serena,
Tristeza resignada de cosa irrealizable.
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Buzón