Hay días que son como matrushkas. Un desencuentro dentro
de otro. Desdoblamientos de identidades con personas que remiten a algo lejano,
en un espacio que por fuerza de coincidir, ha creado un campo magnético que nos
reúne, dos segundos demasiado tarde. En estos días, las manos no coinciden a la
misma hora sobre la misma mesa para tomar el café. Cuando el último haya
llegado, el café del primero descansará frío sobre la taza, y quizás el pino
haya transportado pequeñas hojas secas hasta lo negro de la bebida, y la
persona, embebida en esperar, ni siquiera se percatará que hay pedazos de árbol
en su taza. Estos días se miden por los pasos que se tienen que correr para
llegar a los encuentros, a veces temprano, a veces tarde, a veces mojados por
la lluvia. Ayer fue uno de esos días como matrushka de acontecimientos
sucesivos, donde el último eslabón del engranaje fue una liebre.
A la
media noche, enfrentados a un Periférico cerrado, tuve que bajar la velocidad
del auto con una resistencia iracunda. Tránsito por donde se mirara y una
avenida ancha y solitaria mirándonos con desdén como diciendo “No van a pasar
aunque lloren”. Un Periférico cerrado por tres boyas naranjas, flotando en el
medio del pavimento, y un joven con casco, ataviado también en naranja,
moviendo su manita para desviarnos al infierno de coches de una avenida
alterna. Para salvarnos, huimos hacia la carretera y entramos por otra parte de
la ciudad, con los ojos agotados, con la bilis derramándose por el asiento.
Hasta que el faro del coche hizo de reflector cálido a una liebre.
Dos
segundos demasiado tarde, para que en ese momento dos liebres perdidas,
decidieran cruzar la calle en la oscuridad, sin saber que mi auto pasaría
encandilándolas con las luces y la velocidad. El faro delantero iluminó a la
que se quedó acomodada más cerca de la llanta. Le vi los ojos. Pude ver su
mirada detenida en el espanto, sus orejas agachadas, su pelambre gris. Tuve que
dar un giro corto pero pronunciado que me costó un tirón en el manguito
rotador. Me fijé por el espejo retrovisor y sólo vi la calle oscura, pero F. me
aseguró que no arrollé a ninguna de las dos.
Qué hace
una liebre en medio de la calle, pregunté igualmente encandilada.
Qué hace
una ciudad aquí, respondió F.
Levanté la vista y delante
de mí se alzaron las luces de una pantalla de leds gigante del nuevo centro
comercial y decenas de edificios de arquitectura fea y monumental que
recientemente invadieron lo que cuando yo era niña se llamaban montañas. Esos parajes solitarios en los
que mi papá me enseñó a manejar. Esas calles sin bardas en las que sacábamos a
nuestra labrador a pasear. Esos cerros por los que pasaba un río. Esos pastos
silvestres en los que habitaban liebres. Y lloré. Por la liebre desorbitada y
perdida. Y un poco por mí, que en ese momento, también me sentí expulsada del
mundo.
.