miércoles, 5 de agosto de 2015

Nombrarlos





A Nadia, Yesenia, Nicole, Alejandra y Rubén.


En las noches me despierta la imagen de él, la de ellas.
La oscuridad se abre como una boca fría
bajo la mirada amenazante de las sombras.
Se me revelan los ojos de él , los de ellas
en un silencio que es más mudo por el miedo
de quedar también nosotros acallados
por un golpe en la boca o en el alma.

De a uno a uno se han ido llevando a todos
tantos nombres rotos,
las ausencias.
En el cuerpo se abren grietas hondas como el fuego
las ventanas tiemblan a lo lejos
por un grito que mañana será nada.
Así se van llevando nuestros días,
nuestros meses, nuestras ganas.
Esos hombres con dientes de rapiña
que relamen sus lenguas en la muerte.

En la noche
sus ojos se abren como flores.
Sobre sus bocas descansan pájaros
que atraviesan el invierno,
la locura.
Debo nombrarlos tantas veces
como quepa su voz en el silencio.
Debo recordarlos cada luna
para darle sentido a la inocencia.
Para reconstruir un mundo
que pueda habitar ella,
la de los ojos de laguna,
la que apenas es tocada,
por la esencia luminosa
de la vida.


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jueves, 20 de noviembre de 2014

Esta tarde

Autumn Evening, Emile Nolde



















De mi cuerpo parte hacia la tarde
un pájaro negro.
El silencio irrumpe en marejadas,
se eleva como montaña
y cae en tumbos al abismo.
La tarde espera enmudecida,
en la calle se arrinconan
las voces solitarias de los hombres
que murmuran a la luna agazapados
en pequeños universos de esperanza.
En su corazón se vuelcan mil aves amarillas
el aleteo de un cuerpo sutil que sólo crece volando,
que sólo muere compartiendo
ese silencio,
ese abismo

y esta tarde.


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miércoles, 1 de octubre de 2014

Otra

We travel to ourselves when we go to a place
 that we have covered a stretch of our lives, 
no matter how brief it may have been[...]
Night Train to Lisbon




Volver atrás Buscar partes de uno mismo esparcidas en el tiempo Reconstrucción de un cuerpo que alguna vez respiraba caos y era vida feroz que se alargaba por las vías de los trenes que conducían a cualquier parte No importaba cuál parte, siempre y cuando se avanzara hacia adelante “Me gustaría tanto ser el que era cuando quería ser el que soy ahora”, decía Marlon Brando Voluntades, expectativas, de convertirse en algo tan intangible como un otro Por eso las ganas de iniciar un viaje hacia atrás, para ver si en la fachada de aquella casa que habitaba me encuentro a mí misma asomada por el balcón de aquel hogar, si puedo saludarme cuando aún mis pisadas eran aleteos de pájaro buscando pedazos de poesía en muros desconocidos.


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sábado, 22 de febrero de 2014

Amigos



@Jonas Mekas
Cualquier día uno se levanta. Ve una imagen que le llega de pronto. Una fotografía. Un monte en blanco y negro. El desierto. Los ojos cerrados, la tierra seca crujiendo bajo los pies que caminan como pájaros. La noche sin luna, las estrellas nadando en el tanque junto a las carpas invisibles. De pronto uno recuerda a esas personas que se cruzaron por los días, gente con ojos de venado, amigos que están lejos, en algún remolino perdido. Cualquier día uno usa las palabras para abrazarlos, para decir que admira sus batallas, para no olvidar que esos días en que viajamos juntos como aves y en que aprehendimos todo como esponjas, siguen aleteando. Cerca.  





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jueves, 10 de octubre de 2013

Para una liebre


Hay días que son como matrushkas. Un desencuentro dentro de otro. Desdoblamientos de identidades con personas que remiten a algo lejano, en un espacio que por fuerza de coincidir, ha creado un campo magnético que nos reúne, dos segundos demasiado tarde. En estos días, las manos no coinciden a la misma hora sobre la misma mesa para tomar el café. Cuando el último haya llegado, el café del primero descansará frío sobre la taza, y quizás el pino haya transportado pequeñas hojas secas hasta lo negro de la bebida, y la persona, embebida en esperar, ni siquiera se percatará que hay pedazos de árbol en su taza. Estos días se miden por los pasos que se tienen que correr para llegar a los encuentros, a veces temprano, a veces tarde, a veces mojados por la lluvia. Ayer fue uno de esos días como matrushka de acontecimientos sucesivos, donde el último eslabón del engranaje fue una liebre.

            A la media noche, enfrentados a un Periférico cerrado, tuve que bajar la velocidad del auto con una resistencia iracunda. Tránsito por donde se mirara y una avenida ancha y solitaria mirándonos con desdén como diciendo “No van a pasar aunque lloren”. Un Periférico cerrado por tres boyas naranjas, flotando en el medio del pavimento, y un joven con casco, ataviado también en naranja, moviendo su manita para desviarnos al infierno de coches de una avenida alterna. Para salvarnos, huimos hacia la carretera y entramos por otra parte de la ciudad, con los ojos agotados, con la bilis derramándose por el asiento. Hasta que el faro del coche hizo de reflector cálido a una liebre.

            Dos segundos demasiado tarde, para que en ese momento dos liebres perdidas, decidieran cruzar la calle en la oscuridad, sin saber que mi auto pasaría encandilándolas con las luces y la velocidad. El faro delantero iluminó a la que se quedó acomodada más cerca de la llanta. Le vi los ojos. Pude ver su mirada detenida en el espanto, sus orejas agachadas, su pelambre gris. Tuve que dar un giro corto pero pronunciado que me costó un tirón en el manguito rotador. Me fijé por el espejo retrovisor y sólo vi la calle oscura, pero F. me aseguró que no arrollé a ninguna de las dos.

            Qué hace una liebre en medio de la calle, pregunté igualmente encandilada.
            Qué hace una ciudad aquí, respondió F.

Levanté la vista y delante de mí se alzaron las luces de una pantalla de leds gigante del nuevo centro comercial y decenas de edificios de arquitectura fea y monumental que recientemente invadieron lo que cuando yo era niña se llamaban montañas. Esos parajes solitarios en los que mi papá me enseñó a manejar. Esas calles sin bardas en las que sacábamos a nuestra labrador a pasear. Esos cerros por los que pasaba un río. Esos pastos silvestres en los que habitaban liebres. Y lloré. Por la liebre desorbitada y perdida. Y un poco por mí, que en ese momento, también me sentí expulsada del mundo. 

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